
Pensé, muy inocentemente, que mis tres meses de gimnasio serían más que suficientes para subir los 700 escalones del Peñol con tanta facilidad, que llegué a contemplar subirlos a trote a ver si podía llegar en cinco minutos.
A los cinco escalones ya tuve que parar a descansar los muslos.

Ok, exagero con lo de a los cinco escalones. Los primeros cincuenta o cien no fueron mucho problema, pero una vez pasado ese punto sí se convirtió en un ciclo de cinco escalones-descanso-cinco escalones-descanso que, para mi suerte, no era un problema de mi exclusividad. No, la mayoría de los que subían, sufrían, y ese sufrimiento colectivo me daba ánimos para seguir adelante. Porque no hay nada como no ser el único bajo tormento para sentirse mejor.
La Piedra del Peñol-Guatapé fue la última parada de lo que sería un día completo fuera de Medellín. Nuestra primera meta esa mañana lo era Guatapé, un pueblito que se encuentra a unas dos horas de Medellín, y cuyo camino me recordó mucho lo que es pasear por los pueblos campesinos y montañosos de Puerto Rico. Quizás la mayor diferencia lo fue la cantidad de ciclistas que vimos por el camino; por si no lo saben, el ciclismo es el deporte nacional de Colombia, y no hubo lugar en donde esto fuera más evidente que en Medellín, en donde las cuestas y colinas producto del valle en el que se haya localizada la ciudad la hacen una propicia para la práctica extrema de este deporte.
Paramos momentáneamente en una tienda llamada Caballo de Troya, una de esas paradas que son a la vez para aprovechar a ir al baño y un pequeño acuerdo típico de los tour operadores con ciertas tiendas para atraerles turistas. Si menciono Caballo de Troya por nombre es porque la verdad que la tienda me gustó, a pesar de que no soy quien de comprar muchos souvenirs. Es un lugar pintoresco con objetos que realmente valen la pena como souvenirs porque no son comunes, y van desde juguetes hasta artículos para todas las edades. Yo terminé sucumbiendo ante un tablero de ajedrez que por el otro lado doblaba como tablero de Parchisi (me gusta el ajedrez, y si veo un tablero distintivo trato de comprarlo).


En Guatapé nos detuvimos a almorzar en el restaurante del hotel Los Recuerdos, que está ubicado justo al lado de los embalses que han marcado la historia de esta región, y tiene vista a la enorme piedra que protagoniza tanto el comienzo como el final de este artículo. Antes de comentar un poco sobre esa historia, debo decir que al parecer lo que es un «buffet» en Colombia, no es lo mismo que los que esperamos en Puerto Rico (todo lo que puedas comer). Aquí el «buffet» te dejaba escoger lo que quisieras del menú, pero sólo puedes comer una vez. O sea, no se vale repetir. Así que si van a un «buffet» colombiano, asegúrense de llenar esos platos antes de ir a su mesa.
Ok, sobre la historia súper resumida de esta región: tanto el Peñol como Guatapé eran dos pueblos vecinos hasta hace unas décadas, cuando lo que ahora se conoce como el «Viejo Peñol» fue demolido para dar paso a la construcción de un embalse que, hoy en día, genera a través de una hidroeléctrica el 12% de la energía utilizada en el país. El embalse también se utiliza para navegación y pesca. Mientras, los habitantes del Viejo Peñol se reubicaron en el territorio que hoy en día se conoce como Nuevo Peñol. La enorme piedra que también sirve de atractivo turístico es reclamada por ambos poblados, por lo que se conoce ahora como la Piedra del Peñol-Guatapé.

No tuve la oportunidad de inspeccionar las facilidades del hotel Los Recuerdos, pero por su ubicación se me antoja como una buena opción de alojamiento para una noche, y así evitarse un regreso tarde de dos horas a Medellín, mientras que se está cerca del hermoso pueblito de Guatapé y del embalse en sí.
Luego de almorzar nos montamos en una lancha para un recorrido por parte del embalse. Esta área, por su naturaleza recreativa, fue en cierto momento mayormente dominada por propiedades del infame narcotraficante Pablo Escobar. No es que el tour en lancha tratase sobre Escobar, pero era inevitable hablar sobre y mostrar sus propiedades, algunas de las cuales fueron quemadas durante redadas policíacas, y de las cuales solo quedan los escombros. La segunda mitad del viaje – ya dando la vuelta de regreso – fue amenizada por un comediante local. A mi no me apetecen los «shows» interactivos en donde parte de la audiencia termina participando, pero dado que me libré que me mencionaran (excepto algún comentario sobre hombres calvos que ahora ni recuerdo el contexto), sí puedo decir que estuvo ameno. El chico que amenizó era además de comediante trovador, y debo decir que sus trovas no estuvieron nada mal, especialmente considerando que – como trovas al fin que son – compuso la mayoría de acuerdo a lo que veía pasar en la lancha.
Primero que todo quiero,
para hacer un verso hermoso,
ahorita es consagrarme
al Cristo poderoso.
Para hacer un show bueno,
que en mi trova va y crece,
y así poderles brindar
la trova que se merecen.
Y luego de que uno de nuestro grupo bajara de cubierta y se pusiera a bailar al son de la trova:
Tenemos al caballero
que bajó con su «bling bling»,
sus gafas, su caminar,
y es tremendo bailarín.
A ver quién le sigue el paso
a este chico genial,
que cuento él le pone estilo
hasta al himno nacional.
Así la pasamos por todo el viaje de regreso al muelle.
Nuestra próxima parada lo fue ya el pueblito de Guatapé. Lo que lo hace especial son los zócalos de las casas, que todos y cada uno tienen diseños pintorescos y colores muy vivos, que por supuesto los hace muy fotografiables. El pueblito es colonial y tiene un aire de fiesta continua (no me imagino lo que sería vivir allí), pues está lleno de turistas.

Guatapé es lo suficientemente pequeño para recorrerlo en su totalidad en poco más de una hora; para el momento en que nos fuimos de allí sentía que podía navegarlo sin mucha dificultad (lo dice alguien que sin GPS no podría moverse ni de aquí a la esquina).
Finalmente partimos a la Piedra del Peñol.

Como comenté al principio del blog, los 700 escalones de la subida no son tarea fácil, pero si no puede hacerlo todavía tiene su variedad de comercios a los pies de la piedra que puede visitar, en lo que se puede entretener a lo que otros miembros más atléticos o aventureros del grupo realizan la subida y bajada. De hecho, en la cima de la piedra hay una variedad similar de comercios que abajo, por lo que aparte de la satisfacción de haber podido subir, y de la vista que se despliega ante sí, puede también hacer un poco de «window shopping» (dependiendo de cuánto tiempo tenga antes de que su grupo se marche, si es que no fue por su cuenta).
Ahora, si usted piensa que es que existe un elevador o algo por el estilo para que los empleados de la cima suban, o para subir todos los productos que se venden allá arriba, pues sepa que está equivocado.

Los antioqueños son de las personas con mejor condición física que he visto. Recuerden que el ciclismo es el deporte nacional, y gran parte del mismo lo practican aquí subiendo montañas. Y esto de arriba ya no es deporte, es puro trabajo. O masoquismo. Aunque a veces viene siendo lo mismo.
Bueno, después de sentirme como un insecto insignificante al ver cómo hombres con bastante peso a cuestas me rebasaban, pero a la vez animado por ver a los no-antioqueños pasar las de Caín como yo para subir, llegué finalmente a la cima, y tuve mi vista de la comarca.

Ahora sólo resta bajar. ¡Pan comido!

Bajar implica que la gravedad pasa de ser el enemigo principal a su más cercano aliado, así que el dolor causado por el esfuerzo físico ya no va a asomar su fea cara más; pero como las cosas no pueden ser tan fáciles, porque si lo fueran ya no sería tan divertido, parece que hicieron los escalones para personas con pies diminutos. Lo bueno es que mujeres (la mayoría) y niños (la mayoría) no van a tener muchas dificultades en bajar. Lo malo es que los hombres (la mayoría) van a tener que santiguarse antes de cada paso. Y, como bono, el suelo está un poco mojado, lo que implica cierto nivel de «me voy a resbalar» que tiene que incluir en sus cálculos matemáticos al bajar.
Una vez abajo usted se pregunta «¿Valió la pena?». Y yo me contesté rápido con un rotundo «SÍ». Si hubiera sido un paseo por el parque ni me molestaba en escribir sobre esto. Lo hubiera hecho, y al terminar lo hubiera olvidado inmediatamente; pero ahora la memoria se queda conmigo por el resto de mi vida, y no como algo negativo que no volvería a hacer, sino como una mini-aventura de la que me puedo reír por ser tan estúpidamente arrogante.
¡Por supuesto que valió la maldita pena!
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